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lunes, 13 de septiembre de 2010

Personajes legendarios y otros cuentos de “maR y Humo". I parte

Dedicado a mis vecinos de Santos Suarez entre Rabi y San Indalecio. Sirva para nuestros recuerdos y queden de legado a nuestros decendientes.
La autora.

Junio 1980
Nos mudamos para Santos Suárez en el año ochenta, hasta ese momento solo lo conocía como el reparto residencial de mi tía abuela Pura y mi prima Luisita. Acercarse a su familia fue la mejor razón que encontró mi madre para convencer a todos de cambiar nuestro entonces moderno apartamento con vista al mar, por este sencillo piso asimétrico situado en un insignificante edificio de tres plantas.

Convenció a todos, claro, excepto a mí.

-Me quedaré viviendo con Nury -declaré amenazante una noche.

Nury era mi vecina y algo de segunda madre, hoy casi segura estoy que no llegó a conocer mis apasionados propósitos de convivencia. Viendo que mis intimidaciones surtían igual efecto que mis pataletas, decidí colaborar empacando mi ropa antes de verla terminar alfombrando el camión de la mudanza.

Llegamos al nuevo barrio en pleno apogeo de los sucesos de la Embajada del Perú. Mi primera frustración fue esa misma tarde conocer por los chismes, que entre los asilados se encontraba el muchacho más bonito del edificio.

Meses más tarde volví a frustrarme, pero esta vez con las fotos del “apátrida escoria” Esta “comprobación” me aportó tranquilidad espiritual y conocimiento oportuno del mal gusto de mis informantes, los que muy a pesar de haber perdido con nosotros un vecino famoso ya en la farándula, de nombre Vicente Rojas, el recibimiento que tuvimos fue digno de televisar, nos obsequiaron incluso una floreada postal de bienvenida. ¿A que les da emoción?, también a nosotros.

Tardé mucho en adaptarme a mi nuevo hogar a pesar de la cercanía a los cines de estreno, de los olores tentadores de la pizzería Apolo y de la facilidad para “encontrar fiestas” los sábados en la noche con mis amigas de la Lenin.  Mi calle era un bullicio, teníamos en la esquina al Centro de baile Los Curros Enríquez, lugar de encuentro de sus fieles y orgullosos miembros desde la época de su fundación.

Fue una pena su deterioro paulatino y que luego quedara como punto obligado de partida de borrachos, peleas que terminaban siempre debajo de un carro; y de algún que otro botellazo. Disfrutaba la matiné que ofrecía el cine Santos Suárez, al que llevaba a mi sobrina Alina cada domingo y llorábamos juntas viendo la “Sirenita” y “Pinocho”.

Y así, aunque arribamos al suburbio sin pensar en echar anclas, terminé varada veintiocho fugases años.

Vi llegar e irse a vecinos, a mi madre enfermar y no retornar, a mis abuelos morir y a mi padre envejecer. Dos veces salí de bodas por las escaleras que un día fueron de mármol rosa, allí crie a mi hijo y otra vez me enamoré…y otra…y quizás hasta otra.

 Alina se fue a Canarias y mis sobrinos a Miami. Mi hermano Robertico se accidentó y su hija Greisy aprendió a hablar. Por allí pasaron dos peces, tres perros, un perico y cuatro hámsteres, uno de los cuales juro que era un Hurón disfrazado.

Mientras, el cine-teatro Apolo lo cerraron, la pizzería Sorrento con sus ricas bambinas fue transformándose, primero en restaurante, luego en cafetería para terminar de almacén mugriento hasta llegar a la nada.

El cine Santos Suarez se convirtió en un desaliñado agro, entretanto la pequeña y acondicionada heladería de la calle 10 de octubre perdía el techo y su batidora.

Se acabaron los encargados y arrancaron el portón. Se vino abajo la farmacia y la Gran Vía anulaba luces, mientras iban menguando los dulces, desaparecieron sus famosos cakes de Nata y las letras de su nombre. Medrar sí, pero solo los salideros.

Solo había una cosa perpetua e inmóvil en todos estos años, mi vecina Fina.

La conocí vieja y arrugada, con su voz molesta y desagradable, era de esas que, por falta de hablar mal, hasta de ella lo haría con gusto, de no tener otra víctima, ¡qué lengua, madre mía!

Olfateaba el café y con ello tu vida, justo con los años y ya dejado el cigarro, también olfateaba la comida.

Eso sí, era fiel alabando tu sazón y con gusto terminabas reservándole su plato cotidiano. Te avisaba tanto si llovía para que recogieras la ropa, como si venían los huevos, el pollo y el picadillo, y en el fondo, hasta un poco te quería. Como envejeció de joven, era una anciana leyenda en la cuadra. Criticaba a todos, a aquella por ser tan fea, a la otra por ser tan puta, a ese por ser un tonto y al de al lado por trabajar tanto y no enterarse que lo tarreaba la mujer.

Todos sus nietos fueron dignos de revistas comics, desde la nieta mayor que se auto llamaba “Garganta Profunda” en unos fulminantes once años, hasta uno de los seres más odiados y lastimosos del barrio, el borracho Noel, alias, “Veneno”. No tengo foto de él, pero si tienen a mano un símbolo de prohibido ingerir lo verán etiquetado en la botella. Si les digo que es muy popular. Arrancaba cuanto bombillo veía en los pasillos, no importaba cuanto alambre y vallas de seguridad le habían colocado los intranquilos vecinos. Antenas de televisión, llavines de puertas, todo le valía a este holgazán. Era lo más parecido que había a su madre, a quien le llamaban cariñosamente “Salfumán”.

Pero lo que no imaginan es cuanto me sorprendí una mañana al oír al cartero y escuchar el nombre completo de Fina, no existían apellidos más entallados, como guantes a sus manos, se llamaba Serafina, Serafina Puñales Espinosa.

 

Fin I parte

*calificativo impuesto a los asilados en las embajadas de Perú y Venezuela.

 

 

 




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