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martes, 4 de septiembre de 2012

La verdad del Ruiseñor.


...Pasó un año, y emperador, corte y país conocían como cosa de sí mismos cada gorgeo, y vuelta del "pájaro continental"; y como que lo podían entender, lo declaraban magnífico ruiseñor. Cantaban su valse los cortesanos todos. Y los chicuelos de la calle. Y el emperador lo cantaba también, y lo bailaba, cuando estaba solo con su vino de arroz. Era un valse el imperio, que andaba a compás, con mucho orden, al gusto del maestro de música. Hasta que una noche, cuando estaba el pájaro en lo mejor del canto, y el emperador lo oía, tendido en su cama de randas y colgaduras, saltó un resorte de la máquina del ruiseñor, como huesos que se caen sonaron las ruedas, y paró la música. 
Se echó de la cama el emperador, y mandó llamar a un médico. El médico no supo que hacer; y vino el relojero. El relojero, mal que bien, puso las ruedas locas en su lugar, pero encargó que usasen del pájaro muy poco, porque estaban gastados los cilindros, y el ruiseñor aquel no podía en verdad cantar más de una vez al año. El maestro de música le echó encima un discurso al relojero, y le dijo traidor, y venal, chino espúreo, y espía de los tártaros, porque decía que el pájaro continental no podía cantar más que una vez. En la puerta iba ya el relojero, y todavía le estaba diciendo el maestro de música malas palabras: "¡traidor! ¡venal! ¡chino espúreo! ¡espía de los tártaros!" Porque estos maestros de música de las cortes no quieren que la gente honrada diga la verdad desagradable a sus amos.

Cinco años después había mucha tristeza en la China, porque estaba al morir el pobre emperador, tanto que tenían nombrado ya al nuevo, aunque el pueblo agradecido no quería oír hablar de él, y se aprestaba a preguntar por el enfermo a las puertas del mandarín, que los miraba de arriba a abajo, y decía: "¡Puh!". "¡Puh! repetía la pobre gente, y se iba a su casa llorando.

Pálido y frío estaba en su cama de randas y colgaduras el emperador, y los mandarines todos lo daban por muerto, y se pasaban el día dando las tres vueltas con los brazos abiertos, delante del que debía subir al trono. Comían muchas naranjas, y bebían té con limón. En los corredores habían puesto tapices, para que no sonara el paso. No se oía en el palacio sino un ruido de abejas.

Pero el emperador no estaba muerto todavía. Al lado de su cama estaba el pájaro roto. Por una ventana abierta entraba la luz de la luna sobre el pájaro roto, y el emperador mudo y lívido. Sintió el emperador un peso extraño sobre su pecho, y abrió los ojos para ver. Vio a la Muerte, sentada sobre su pecho. Tenía en las sienes su corona imperial, y en una mano su espada de mando, y en la otra mano su hermosa bandera. Y por entre las colgaduras vio asomar muchas cabezas raras, bellas unas y como con luz, otras feas y de color de fuego.
Eran las buenas y las malas acciones del emperador, que le estaban mirando a la cara. "¿Te acuerdas?" le decían las malas acciones. "¿Te acuerdas?" le decían las buenas acciones. "¡Yo no me acuerdo de nada, de nada!" decía el emperador: "¡música, música! ¡tráiganme la tambora mandarina, la que hace más ruido, para no oír lo que me dicen mis malas acciones!" Pero las acciones seguían diciendo: "¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?" "¡Música, música!" gritaba el emperador; "¡oh, hermoso pájaro de oro, canta, te ruego que cantes ¡yo te he dado regalos ricos de oro! ¡yo te he colgado al cuello mi chinela de oro! ¡te ruego que cantes!" Pero el pájaro no cantaba. No había uno que supiera darle cuerda. No daba una sola nota.

Y la Muerte seguía mirando al emperador con sus ojos huecos y fríos, y en el cuarto había una calma espantosa, cuando de pronto entro por la ventana el son de una dulce música. Afuera, en la rama de un árbol, estaba cantando el ruiseñor vivo. Le habían dicho que estaba muy enfermo el emperador, y venía a cantarle de fe y de esperanza.
Y según iba cantando eran menos negras las sombras, y corría la sangre más caliente en las venas del emperador, y revivían sus carnes moribundas. La Muerte misma escuchaba, y le dijo: "¡Sigue, ruiseñor, sigue!" Y por un canto, le dio la Muerte la corona de oro; y por otro, la espada de mando; y por otro canto más, le dio la hermosa bandera...

-¡Gracias, gracias, pájaro celeste!-decía el emperador.-Yo te desterré de mi reino, y tú destierras a la muerte de mi corazón. ¿Como te puedo yo pagar?

-Tú me pagaste ya, emperador, cuando te hice llorar con mi canto; las lágrimas que arranca a las almas de los hombres son el único premio digno del pájaro cantor. Duerme. emperador, duerme; yo cantaré para ti.

Y con sus trinos y arpegios se fue durmiendo el enfermo en un sueño de salud. Cuando despertó, entraba el sol, como oro vivo, por la ventana. Ni uno sólo de sus criados, ni un solo mandarín, había venido a verlo. Lo creían muerto todos. El ruiseñor no más estaba junto a su cama; el ruiseñor, cantando.

-¡Siempre estarás junto a mi! ¡En el palacio vivirás, y cantarás cuando quieras! ¡Yo romperé al pájaro artificial en mil pedazos!

-No lo rompas en mil pedazos, emperador; el te sirvió bien mientras pudo; yo no puedo vivir en el palacio, ni fabricar entre los cortesanos mi nido. Yo vendré al árbol que cae a tu ventana, y te cantare en la noche, para que tengas sueños felices. Te cantare de los malos y de los buenos, y de los que gozan y de los que sufren. Los pescadores me esperan, emperador, en sus casas pobres de la orilla del mar. El ruiseñor no puede ser infiel a los pescadores. Yo te vendré a cantar en la noche, si me prometes una cosa.

-¡Todo te lo prometo! -dijo el emperador, que se había levantado de su cama, y tenía puesta la túnica imperial, y en la mano su gran espada de oro.

-¡No digas que tienes un pájaro amigo que te lo cuenta todo, porque le envenenarán el aire al pájaro! -Y salió volando el ruiseñor, y echando al aire un ramillete de arpegios.

Los mandarines entraron de repente en el cuarto, detrás del mandarín mayor, a ver al emperador muerto. Y lo vieron de pie, con su túnica imperial; con la mano de la espada puesta al corazón. Y se oía, como una risa, el canto del ruiseñor.

-¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé! -dijo el gran mandarín, y dio dieciocho vueltas seguidas con los brazos abiertos, y se echó por tierra, con la frente a los pies del emperador. Y a los mandarines, arrodillados en el aire, les temblaba en la nuca la cola.

José Martí





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