La autora.
Convenció a todos, claro, excepto a mí.
-Me quedaré viviendo con Nury -declaré amenazante una
noche.
Nury era mi vecina y algo de segunda madre, hoy casi
segura estoy que no llegó a conocer mis apasionados propósitos de convivencia.
Viendo que mis intimidaciones surtían igual efecto que mis pataletas, decidí
colaborar empacando mi ropa antes de verla terminar alfombrando el camión de la
mudanza.
Llegamos al nuevo barrio en pleno apogeo de los
sucesos de la Embajada del Perú. Mi primera frustración fue esa misma tarde
conocer por los chismes, que entre los asilados se encontraba el muchacho más
bonito del edificio.
Meses más tarde volví a frustrarme, pero esta vez con
las fotos del “apátrida escoria” Esta “comprobación” me aportó tranquilidad
espiritual y conocimiento oportuno del mal gusto de mis informantes, los que
muy a pesar de haber perdido con nosotros un vecino famoso ya en la farándula,
de nombre Vicente Rojas, el recibimiento que tuvimos fue digno de televisar,
nos obsequiaron incluso una floreada postal de bienvenida. ¿A que les da
emoción?, también a nosotros.
Tardé mucho en adaptarme a mi nuevo hogar a pesar de
la cercanía a los cines de estreno, de los olores tentadores de la pizzería
Apolo y de la facilidad para “encontrar fiestas” los sábados en la noche con
mis amigas de la Lenin. Mi calle era un
bullicio, teníamos en la esquina al Centro de baile Los Curros Enríquez, lugar
de encuentro de sus fieles y orgullosos miembros desde la época de su
fundación.
Fue una pena su deterioro paulatino y que luego
quedara como punto obligado de partida de borrachos, peleas que terminaban
siempre debajo de un carro; y de algún que otro botellazo. Disfrutaba la matiné
que ofrecía el cine Santos Suárez, al que llevaba a mi sobrina Alina cada
domingo y llorábamos juntas viendo la “Sirenita” y “Pinocho”.
Y así, aunque arribamos al suburbio sin pensar en
echar anclas, terminé varada veintiocho fugases años.
Vi llegar e irse a vecinos, a mi madre enfermar y no
retornar, a mis abuelos morir y a mi padre envejecer. Dos veces salí de bodas
por las escaleras que un día fueron de mármol rosa, allí crie a mi hijo y otra
vez me enamoré…y otra…y quizás hasta otra.
Alina se fue a
Canarias y mis sobrinos a Miami. Mi hermano Robertico se accidentó y su hija
Greisy aprendió a hablar. Por allí pasaron dos peces, tres perros, un perico y cuatro
hámsteres, uno de los cuales juro que era un Hurón disfrazado.
Mientras, el cine-teatro Apolo lo cerraron, la
pizzería Sorrento con sus ricas bambinas fue transformándose, primero en restaurante,
luego en cafetería para terminar de almacén mugriento hasta llegar a la nada.
El cine Santos Suarez se convirtió en un desaliñado
agro, entretanto la pequeña y acondicionada heladería de la calle 10 de octubre
perdía el techo y su batidora.
Se acabaron los encargados y arrancaron el portón. Se
vino abajo la farmacia y la Gran Vía anulaba luces, mientras iban menguando los
dulces, desaparecieron sus famosos cakes de Nata y las letras de su nombre.
Medrar sí, pero solo los salideros.
Solo había una cosa perpetua e inmóvil en todos estos años,
mi vecina Fina.
La conocí vieja y arrugada, con su voz molesta y
desagradable, era de esas que, por falta de hablar mal, hasta de ella lo haría
con gusto, de no tener otra víctima, ¡qué lengua, madre mía!
Olfateaba el café y con ello tu vida, justo con los
años y ya dejado el cigarro, también olfateaba la comida.
Eso sí, era fiel alabando tu sazón y con gusto
terminabas reservándole su plato cotidiano. Te avisaba tanto si llovía para que
recogieras la ropa, como si venían los huevos, el pollo y el picadillo, y en el
fondo, hasta un poco te quería. Como envejeció de joven, era una anciana
leyenda en la cuadra. Criticaba a todos, a aquella por ser tan fea, a la otra
por ser tan puta, a ese por ser un tonto y al de al lado por trabajar tanto y
no enterarse que lo tarreaba la mujer.
Todos sus nietos fueron dignos de revistas comics,
desde la nieta mayor que se auto llamaba “Garganta Profunda” en unos
fulminantes once años, hasta uno de los seres más odiados y lastimosos del
barrio, el borracho Noel, alias, “Veneno”. No tengo foto de él, pero si tienen
a mano un símbolo de prohibido ingerir lo verán etiquetado en la botella. Si
les digo que es muy popular. Arrancaba cuanto bombillo veía en los pasillos, no
importaba cuanto alambre y vallas de seguridad le habían colocado los
intranquilos vecinos. Antenas de televisión, llavines de puertas, todo le valía
a este holgazán. Era lo más parecido que había a su madre, a quien le llamaban
cariñosamente “Salfumán”.
Pero lo que no imaginan es cuanto me sorprendí una mañana
al oír al cartero y escuchar el nombre completo de Fina, no existían apellidos
más entallados, como guantes a sus manos, se llamaba Serafina, Serafina Puñales
Espinosa.
Fin I parte
*calificativo impuesto a los asilados en las embajadas
de Perú y Venezuela.
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